No es lo mismo pasado que memoria

11 de septiembre de 1973. Un golpe de Estado derrocó ese día al Presidente chileno, el socialista Salvador Allende. La noticia no fue realmente una sorpresa para prácticamente nadie que estuviese viviendo en Chile y siguiendo aunque fuese de lejos el proceso político y social del país. Había rumores de golpe desde hacía meses. Pero un día, ocurrió.

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Foto: Gerardo Iglesias

Carlos Amorín l Rel-UITA

El 29 de junio de ese mismo año hubo incluso un ensayo general de golpe que se conoció como “El Tanquetazo”, porque algo más de una decena de blindados, entre ellos algunos tanques, junto a 70 soldados, llegaron hasta el centro de Santiago intentando tomar La Moneda, sede de la Presidencia. Fueron rechazados por las fuerzas leales comandadas por el general Carlos Prats.

Pero los conspiradores pudieron medir al enemigo. Sus reacciones, su velocidad de respuesta, la cantidad y calidad de los leales. Estos insumos fueron determinantes a la hora de planificar el ataque masivo, por tierra y aire, que daría inicio a los 17 años de dictadura de Augusto Pinochet.

Yo estuve allí ese día.

Vivía en Chile desde hacía algo más de un año, luego de eludir la represión masiva y posterior golpe de Estado en Uruguay. Tenía 19 años. Junto a medio centenar de uruguayos —niños incluidos— había afincado en El Salvador, en el “gran norte”, pleno desierto de Atacama. Allí se encontraba la empresa minera estatal COBRESAL, ex Anaconda Mining Company, expropiada a los yanquis por el gobierno de Allende.

Trabajaba en el Laboratorio de Fisiopatología recientemente montado y equipado para llevar adelante el primer programa de detección de la temible silicosis, una enfermedad laboral que afecta a los mineros y les puede causar serios daños permanentes, incluso la muerte.

Todos y cada uno de los mineros y ex mineros tenían que pasar por el programa para evaluar su situación sanitaria para, eventualmente, establecer niveles de discapacidad que permitirían relocalizar a los afectados en tareas no expuestas a la sílice. Mi trabajo era elaborar las estadísticas.

En estos días se cumplen 50 años del golpe de Pinochet. Se ha dicho, escrito, filmado, representado mucho sobre ello, y sin embargo nunca será suficiente. Porque los procesos sociales y políticos tienen una obvia dimensión colectiva, pero la sociedad está integrada por individuos, y la historia que cada uno de ellos puede contar es única, es su vivencia, y también es parte de la Historia.

Quiero recordar hoy sólo a algunas de las personas que conocí en ese período y quedaron en mi memoria para siempre, muchas veces sin saber siquiera sus nombres. Y también algunos milagros.

Dijo tener 78 años al llenar su planilla de datos personales antes de realizarse el examen funcional respiratorio. Bajito, seco, con el rostro curtido por el desierto y los años. Relató trabajar en las minas desde los 8 años de edad, acompañando a su padre y a su abuelo. Ahora, oficialmente retirado, era un “pirquinero” como se denomina a quienes ingresan a las minas abandonadas por escaso rendimiento pero donde, con un poco de suerte, algunos días se pirquinea un jornal. Su radiografía no mostraba nada anormal y pensamos que seguramente había un error: 70 años de mina no podían haber pasado sin dejar rastros. Así que pasamos a las preguntas:

-Abuelo, ¿siente fatiga en algún momento? ¿Como que le falta el aire?
-Ahhh… Sí doctor. Cuando corro el bus…

Se desempeñaba como traumatólogo en el Hospital de Potrerillos, localidad donde se encontraba la refinería de Cobresal, a apenas unos pocos kilómetros de la mina El Salvador. Era boliviano y había participado en la guerrilla encabezada por el Che Guevara en ese país. Calvo, pelirrojo, usaba una barba candado y siempre estaba de buen humor. A veces los “extranjeros” nos reuníamos socialmente, e invariablemente llegaba el momento en el que todos le pedían “la homilía”. Él la hacía de muy buen grado, de pie, a veces sobre una silla, entreverando el evangelio con la picaresca popular. Yo no sabía entonces que él había cruzado la frontera hacia Chile con la represión pisándole los talones, disfrazado de cura católico y sin documentos. Su convincente “desempeño profesional” como sacerdote entre los guardias fronterizos fue su salvoconducto. Y debe haber guardado la sotana, porque muchos años después alguien me contó que usó la misma estratagema para huir del golpe hacia Argentina.
¡Gracias a Dios!

En la mina de El Salvador las consecuencias del golpe fueron tremendas. El mismo día un grupo de militares copó el pueblo y arrestó a dirigentes sindicales y a la Directiva en pleno de la empresa nacionalizada. Los “interrogaron” durante varios días y los fusilaron poco después. Empezamos a entender que el terrorismo de Estado se instalaba como sistema. Muchos más dirigentes y trabajadores, líderes políticos y sociales locales fueron llevados en varias tandas a la ciudad de Copiapó, el cuartel general de la región. Decenas de ellos fueron sumariamente fusilados, todos fueron torturados. Chile había soñado con la soberanía y la libertad, y el imperio quería dejar claro quién es el amo. A nosotros nos aguardaba un milagro.

En el pueblo de Potrerillos había un pequeño destacamento militar al mando de un coronel que tenía una hija pequeña. Un día el coronel llegó al Hospital con la niña en brazos. Había sufrido un terrible accidente y estaba grave. En la Emergencia los médicos la habían desahuciado. En el Hospital se desempeñaba un cirujano uruguayo, cirujano de adultos. La única chance era practicarle una muy riesgosa operación con escaso pronóstico de supervivencia, pero el cirujano pediátrico no llegaría hasta unos días más tarde y el traslado era una muerte segura. El cirujano uruguayo, en realidad uno de los más renombrados en su país pero perseguido por la represión en Uruguay, se arriesgó y la operó. La intervención fue un éxito, la niña sanó y pudo continuar una vida normal. Varios días después del golpe el coronel nos citó a todos los uruguayos al destacamento. Allí nos informó que había sido designado Jefe de la Plaza de Armas de Potrerillos y El Salvador, y que tenía orden de arrestarnos a todos y enviarnos a Copiapó. En lugar de eso, dijo que nos daría un salvoconducto a cada uno junto con un plazo de una semana para abandonar el país.

-Después de ese plazo ya no podré responder por su seguridad, señaló.

Todavía no salíamos del shock cuando el coronel, mirando al cirujano, agregó:

-Le debo la vida de mi hija. La deuda queda saldada.

Se dio media vuelta y se retiró.

El itinerario de la fuga pasaba por Antofagasta desde donde sale un tren que llega hasta el puesto fronterizo con Argentina, en lo más alto de la Cordillera de los Andes. Desde allí un tren argentino completa el trayecto hasta la ciudad de Salta. El tren chileno de trocha angosta avanzaba un tramo trepando en ángulo de 45 grados, y luego retrocedía en línea horizontal para lanzarse a una nueva acometida de la montaña trazando un zigzag perfecto. No tengo ni un solo recuerdo del paisaje seguramente maravilloso que podría haber disfrutado si hubiese podido despegar los ojos de los carabineros armados con metralletas que custodiaban ambas puertas del vagón. Ya en el tren argentino se nos unió un boliviano que también venía huyendo. Era el capitán Roca. Había participado en la guerrilla de Inti Peredo en su país. Argentina estaba saliendo de una dictadura y había un gobierno democrático. Héctor Cámpora había renunciado a su flamante Presidencia abriendo el proceso para las elecciones anticipadas que ganaría Juan Domingo Perón. Se vivían momentos de euforia y esperanza. En Salta nos recibió el gobernador de la provincia quien nos alojó en su modesta chacra, en las afueras de la capital. El capitán Roca ya era uno más del grupo, y nos había contado que era capitán de la marina boliviana. Aclaró inmediatamente que se trataba de la marina fluvial, seguramente para evitar las cargadas. Después de muchos días de ir llenándola con una manguerita de jardín, finalmente la piscina podía usarse. Todos disfrutábamos de la alberca menos el capitán. Hasta que un día lo atrapamos y terminó en el agua. Tuvimos que rescatarlo rápidamente porque… el capitán no sabía nadar.

No sabíamos entonces que Argentina caminaba hacia una nueva oscuridad, que el gobernador de Salta sería uno de los miles de desaparecidos, el único desaparecido con un cargo similar, ni que el Jefe de Policía que se nos había presentado como “un policía distinto a los que conocen”, y que tan bien nos trató, moriría acribillado en plena plaza de la ciudad. Nosotros, milagrosamente, sobreviviríamos. En mi caso, para contarlo.