Como el mundo sabe muy bien, entre 1979 y 1990 fueron desaparecidas más de 180 personas en Honduras por razones polìticas.
Era un fantasma terrorífico que recorría desde Los Andes con el Plan Cóndor, hasta Centroamérica con la Mano Blanca y la Triple A.
Producto de la movilización popular dirigida por las vícitimas sobrevivientes, el Estado de Honduras fue condenado culpable en dos casos históricos del sistema interamericano de derechos humanos, el de Manfredo Velásquez y Saúl Godínez en 1987.
Los Reyes Caballero, los Hernández, los Vilorios, los Álvarez Martínez, fueron moralmente condenados.
Pero los militares asesinos todavía no fueron juzgados penalmente por sus crímenes. Tampoco la Agencia Central de Inteligencia, el Pentagono y el Departamento de Estado de los Estados Unidos, que organizaron la estrategia terrorista en Honduras.
En la lista tampoco han sido juzgados los ejecutivos de la Asociación de Medios Tradicionales de Comunicación y el COHEP, que conformaron con los militares la Asciación para el Progreso de Honduras, APROH, la fachada legal para financiar la represión durante más de 10 años.
Ni fueron juzgados aún los delatores de las vícitimas, cobardes orejas comunitarias, que en complicidad con un sector de la jeraquía católica tradicional y la policía, entregaron celebradores de la palabra de dios, profesores, campesinos, estudiantes y militantes de la izquierda opositora.
Aquella generación de sapos que entregó a nuestros seres queridos a la tortura, el aislamiento y a la muerte permanecen prófugos de sus propias conciencias carcomidas.
Reconocidos luchadores sociales, héroes y heroínas contra la ocupación militar del pais, fueron martirizados por savandijas que todavía hoy aparecen en público disfrazados de asesores de seguridad y analistas de televisión.
Y, precisamente, por no haber sido sancionados ejemplarmente estos canallas del grupo de los 10, del batallón 3-16 y de la APROH es que la práctica de la desaparición forzada resurgió tras el golpe de Estado de 2009, y sigue hasta nuestros días.
Así como lo escuchan, con ciertas variaciones de métodos y patrones, pero el aparato represivo de la dictadura golpista retornó a la desaparición como práctica de terror local y de control social general.
A propósito, esta semana el Cofadeh presentó un informe de situación al Comité de la ONU sobre desapariciones forzadas en Ginebra.
El informe destaca que Honduras incumplió los mandatos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de 1986 y 1987, que eran básicamente investigar los hechos juzgados y castigar a los responsables.
También el documento afirma que las elites políticas y militares que expulsaron del poder a Manuel Zelaya en junio 2009, retomaron la oprobiosa práctica de la desaparición forzada contra liderazgos de la resistencia a nivel nacional.
Las Naciones Unidas están advertidas, y la Comisión Interamericana de la OEA también.
Lamentablemente, en un complejo escenario de desequilibrios políticos, los militares hondureños retomaron la centralidad del poder, con sofisticados equipos de vigilancia y logística de combate muy peligrosos para la población desarmada.
Los gobiernos de Colombia, Israel y Washington son responsables de esta desgracia.
Por eso El Cofadeh le dijo a la ONU que, siendo Honduras un país sin respeto por la Constitución y las Leyes, dirigido por una banda de delincuentes narcos y corruptos, se demanda una intervención más directa de la comunidad internacional que proteja a la población.
El país no puede estar expuesto de nuevo a la arbitrariedad de criminales con poder, que básicamente son los mismos líderes de la APROH y del batallón de la muerte ya mencionados.
Los mismos que hace seis años mataron a Eber Haziel Yánez y masacraron a un grupo de indígenas miskitos sobre el río Patuca, sin haber pagado tampoco por esos crímenes.
Nuestro deber es mantener viva la memoria, un mandato ético no olvidar, una obligación documentar los hechos para que el fantasma no retome su guadaña, pero la responsabilidad de cazar a los criminales es ahora de las Naciones Unidas, ante la indefensión absoluta de la población nacional que carece de poderes.