Señor Presidente, la mujer en la fotografía que está a mi lado es Berta Cáceres, activista indígena y ecologista de Honduras que fue asesinada en su casa el 3 de marzo.
La señora Cáceres fue admirada a nivel internacional, y en los 12 días posteriores a su muerte, y desde mis declaraciones en la mañana después y en el día de su funeral el 5 de marzo, ha habido un estallido de dolor, indignación, recuerdos, denuncias, y declaraciones de personas en Honduras y en todo el mundo.
Entre los terribles hechos que poca gente conocía antes de que se cometiera esta atrocidad está el que se haya reportado que más de 100 activistas ambientalistas han sido asesinados solo desde el año 2010. Es un número sorprendente que hasta ahora ha recibido poca atención. Uno podría preguntarse, por lo tanto, por qué la muerte de Cáceres ha provocado una reacción tan visceral y explosiva.
Berta Cáceres, fundadora y coordinadora general del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), fue una líder extraordinaria, cuya valentía y compromiso, a pesar de las constantes amenazas contra su vida, inspiraron a un sinnúmero de personas. Por ello se le otorgó el prestigioso premio medioambiental Goldman 2015.
Su muerte es una gran pérdida para su familia, su comunidad y la justicia medioambiental en Honduras. Tal y como como han manifestado su familia y su organización, este asesinato ilustra «el grave peligro al que se enfrentan los defensores de derechos humanos, especialmente los que defienden los derechos de los indígenas y del medioambiente en contra de la explotación de [sus] territorios».
No se trata en ningún caso de un fenómeno exclusivo de Honduras. Es una realidad global. Los indígenas son blanco frecuente de amenazas, persecuciones y criminalización por parte de actores estatales y no estatales en decenas de países.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué las personas más vulnerables del mundo que tradicionalmente viven en armonía con su entorno natural son víctimas habituales de tal explotación y violencia?
Existen múltiples razones, incluyendo el racismo y otro tipo de prejuicios. Pero, por encima de todo, señalaría la avaricia. Es la avaricia la que lleva a gobiernos y empresas privadas, así como organizaciones criminales, al saqueo temerario de los recursos naturales por encima y por debajo de la superficie de la tierra habitada por pueblos indígenas, ya sea madera, petróleo, carbón, oro, diamantes u otros minerales valiosos. La adquisición y explotación de estos recursos requiere o bien del consentimiento o del desplazamiento forzoso de las personas que viven allí.
En el caso de Berta Cáceres, las amenazas y la violencia contra ella y otros miembros de su organización están bien documentadas y son ampliamente conocidas, pero las peticiones de medidas de protección por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos fueron ignoradas.
Se ignoraron, precisamente, porque el gobierno de Honduras y la empresa que estaba construyendo el proyecto hidroeléctrico, al que la señora Cáceres y la COPINH se habían opuesto durante mucho tiempo, fueron cómplices legitimando y alentando la ilegalidad que la señora Cáceres y su comunidad enfrentaban todos los días.
No se ha identificado a los autores de este horrible crimen. Desde el 3 de marzo ha habido una preocupación fundada por el modo en que se ha tratado a Gustavo Castro, un ciudadano mexicano que fue herido y es testigo ocular del asesinato, y que tiene buenas razones para temer por su vida en un país donde los testigos de crímenes a menudo son acosados y asesinados. Mientras tanto, por motivos que aún no se han justificado, el gobierno de Honduras suspendió durante 15 días la licencia del abogado de Castro.
Esa preocupación se extiende a las acciones iniciales llevadas a cabo por la policía hondureña, que parecía predispuesta a atribuirle el ataque a personas relacionadas con Cáceres. Nadie familiarizado con las abominables fuerzas policiales de Honduras se sorprendió.
El hecho es que todavía no sabemos quién es el responsable, pero es fundamental realizar una investigación exhaustiva y profesional y el gobierno de Honduras no tiene ni la capacidad ni la reputación de una integridad suficientemente sólida para llevarla a cabo por sí mismo.
Ha habido innumerables exigencias para realizar dicha investigación. Al igual que su familia, he instado a que la investigación sea independiente y que incluya la participación de expertos internacionales. Con raras excepciones, las investigaciones penales en Honduras se llevan a cabo de manera incompetente e incompleta.
Casi nunca resulta nadie castigado por homicidio. Como solicitó la familia de Cáceres, la Comisión Interamericana está provista de recursos para proporcionar la independencia y experticia necesarias, pero las autoridades hondureñas no ha buscado dicha asistencia igual que rechazaron el requerimiento de la familia de que un experto independiente se personara en la autopsia.
La familia también ha solicitado que se recurra a expertos forenses independientes para analizar la balística y otras pruebas. La Fundación de Antropología Forense de Guatemala, con reputación internacional y financiada por la Agencia Estadunidense para el Desarrollo Internacional desde hace años, sería una opción obvia, pero el gobierno hondureño también ha rechazado por ahora esta petición.
Al igual que la familia de Cáceres, también he instado a que la concesión otorgada a la compañía Agua Zarca para el proyecto hidroeléctrico sea cancelada. Ha causado demasiada controversia, división y sufrimiento a la comunidad Lenca y a los miembros de la familia y de la organización de Cáceres. Es obvio que no puede coexistir con la población indígena de Río Blanco, que lo ve como un “peligro permanente” para su seguridad y modo de vida. No en vano, dos de sus financiadores iniciales han abandonado el proyecto. Los financiadores daneses, fineses y alemanes deberían seguir su ejemplo.
Todo este episodio ejemplifica la irresponsabilidad de emprender tales proyectos sin el consentimiento libre, previo e informado de los habitantes indígenas afectados por los mismos. En lugar de esto, una práctica común de las industrias extractivas, las compañías energéticas y los gobiernos ha consistido en dividir a las comunidades locales comprando a una parte, llamándolo “consulta”, e insistiendo en que ello justifica que se ignoren las visiones opuestas de aquellos que se resisten a ser comprados.
Cuando una mayoría de habitantes locales persiste en protestar contra el proyecto como una violación de sus antiguos derechos territoriales, la compañía y sus benefactores gubernamentales responden a menudo con amenazas y provocaciones, y sus líderes comunitarios son vilipendiados, arrestados o incluso asesinados. Después, los representantes de la compañía y los funcionarios del gobierno fingen estar conmocionados y consternados y dispuestos a dar con los responsables, y años después el crimen continúa sin resolverse, aunque esté lejos de ser olvidado.
El pasado año, el Presidente Hernández, el Ministro de Seguridad Corrales y otros altos cargos hondureños realizaron múltiples viajes a Washington para hacer presión sobre la parte correspondiente a Honduras en la contribución de Estados Unidos al Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica. Entre otras cosas, expresaron su compromiso con los derechos humanos y su respeto por la sociedad civil, aunque, como era de esperar, omitieron consultar los contenidos del Plan con representantes de la sociedad civil hondureña.
La Ley General de Consignaciones Presupuestarias del año fiscal de 2016 incluye una partida de 750 millones de dólares para apoyar el Plan, de los cuales un parte significativa estaría destinada a Honduras. Apoyé esa dotación de fondos. De hecho, reclamé unas cantidades que excedían los niveles aprobados por los comités
presupuestarios de la Casa Blanca y el Senado, porque reconozco los enormes retos que suponen la pobreza, corrupción, violencia e impunidad generalizadas para estos países.
Algunos de estos problemas enraizados son el resultado de siglos de desigualdad y brutalidad perpetradas por una élite contra las masas de población empobrecida. Pero los Estados Unidos también han jugado su papel apoyando y beneficiándose de la corrupción y la injusticia, tal y como hoy en día el mercado de drogas ilegales en nuestro país alimenta la desintegración social y la violencia forzando a la población de Centroamérica a huir al Norte.
También he tenido un papel central delineando las condiciones vinculadas a la financiación estadounidense para el Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte y hay un apoyo sólido, bipartidista del Congreso para el cumplimiento de esas condiciones. Son totalmente coherentes con lo que los líderes del Triángulo Norte se han comprometido a hacer y con lo que tanto el Departamento de Estado como la Agencia Estadunidense para el Desarrollo Internacional consideran necesario para que el Plan tenga éxito.
Señalo esto porque el asesinato de Berta Cáceres pone claramente el foco en el apoyo de Estados Unidos al Plan. Este apoyo está lejos de ser una garantía.
Por eso es tan importante una investigación creíble y exhaustiva.
Por eso los responsables de su muerte y los asesinos de otros activistas sociales y periodistas hondureños deben ser llevados ante la justicia.
Por eso Agua Zarca y otros proyectos que carecen del apoyo de la población local deben abandonarse.
Y por eso el gobierno hondureño debe finalmente tomar en serio su responsabilidad de proteger los derechos de los periodistas, de los defensores de los derechos humanos, de otros activistas sociales, de la COPINH y de las organizaciones de la sociedad civil que defienden un desarrollo económico y un acceso a la justicia equitativos.
Sólo entonces podremos tener la confianza de que el gobierno hondureño es un socio con el que los Estados Unidos pueden trabajar para responder a las necesidades y proteger los derechos de todas las personas de Honduras y, en especial, de aquellos que han sufrido el embate de la negligencia y la mala conducta oficial durante tantos años.