El tirano en Honduras que Estados Unidos pretende no ver

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Por Silvio Carrillo l NYTimes

“Puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Esta frase —de origen incierto pero que con frecuencia se le atribuye a Franklin D. Roosevelt en referencia a Anastasio Somoza, el implacable dictador nicaragüense— se convirtió en la excusa de rigor de Estados Unidos para implementar políticas dudosas durante los años treinta y la Guerra Fría. Se utilizó para justificar sus intervenciones en el sureste asiático, en Medio Oriente y especialmente en América Latina. A menudo, esta lógica resultó contraproducente —Centroamérica, Cuba, Vietnam e Irán son ejemplos notables— pero nunca se abandonó por completo.

Parece que ahora el Departamento de Estado de Estados Unidos ha revivido la estrategia en Honduras. El presidente Juan Orlando Hernández, después de haber reinterpretado la legislación hondureña para buscar reelegirse y de dirigir un recuento de votos tan sospechoso que tanto opositores como observadores internacionales exigieron una nueva elección, ha sido declarado ganador por el desacreditado Tribunal Supremo Electoral de Honduras. Al final, consiguió un segundo e ilegal mandato presidencial.

Washington ha volteado a mirar al otro lado.

¿Por qué? Quizá porque Donald Trump, como lo hizo antes Barack Obama, cree que otra gestión de Hernández será positiva para los intereses hondureños y estadounidenses. Una base militar en Honduras acoge a cientos de militares de Estados Unidos. Quizá esta razón ha pesado más que la lista de actos autoritarios que durante años han cometido el presidente Hernández y su secretario de Estado, Arturo Corrales, para asegurar su permanencia en el gobierno.

La lista es larga: corrupción ampliamente documentada; modificaciones ilegales a la Constitución; posibles vínculos con el narcotráfico; ataques a la libertad de prensa; criminalización de protestas pacíficas; repetidas violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad; una de las tazas de criminalidad más altas del mundo; la manipulación de las estadísticas de homicidios que impiden que Honduras pueda solicitar asistencia internacional; y una actitud laxa ante el asesinato político.

Debo hacer una confesión: ese último acto criminal, el asesinato, es un tema muy personal para mí. Su víctima más conocida fue Berta Cáceres, mi tía. Al organizar una campaña para proteger los derechos de una comunidad indígena se había convertido en una molestia para la élite empresarial hondureña. Sin la aprobación de la población indígena, el gobierno avaló la construcción de una presa en las tierras de la comunidad. La apropiación de esas tierras violó un tratado firmado por el gobierno hondureño en 2011 y un tratado de las Naciones Unidas que protegía el derecho a la consulta de los pueblos indígenas. Hace casi dos años, mi tía fue asesinada por sus esfuerzos. El gobierno del presidente Hernández aún no ha castigado a quienes ordenaron su asesinato, aunque algunos de los responsables ya han sido identificados por un grupo internacional de expertos legales que realizan una investigación independiente por petición de mi familia.

En algún momento de la noche de la elección, Hernández iba perdiendo por el 5 por ciento de los votos con casi el 60 por ciento de las boletas electorales contadas y el Tribunal Supremo Electoral indicó que la ventaja era matemáticamente irremontable. Un ambiente festivo recorría el país y miles de personas salieron a la calle a celebrar. Parecía que por primera vez en la historia, una pequeña nación centroamericana lograría echar a su líder autoritario por medio de una elección pacífica.

Tiempo después la realidad se hizo presente. El tribunal electoral, compuesto predominantemente por partidarios de Hernández, suspendió durante varias horas el conteo de votos. Para cuando volvieron a emitir actualizaciones el presidente ahora iba a la cabeza, lo que generó profundas sospechas de fraude electoral.

Reinaba la confusión: el presidente Hernández le dijo a CNN que el conteo no se había detenido, que simplemente el ritmo se había hecho más lento. Pero el presidente del tribunal electoral dijo que sí se habían detenido porque se presentaron “problemas con los servidores”.

Para ese momento era evidente que algo estaba mal. Hubo una oleada de declaraciones de gobiernos alrededor del mundo y de algunos miembros del Congreso de Estados Unidos que expresaban su indignación por las irregularidades en la elección. Incluso algunos de los aliados incondicionales de Hernández, que apoyaron su gobierno con millones de dólares —como las representantes Norma Torres, una demócrata de California, e Ileana Ros-Lehtinen, una republicana de Florida, entre otros— le exigieron transparencia al tribunal electoral.

La embajada de Estados Unidos, por otro lado, se ha mantenido mucho tiempo en silencio. Heide B. Fulton, la Encargada de negocios, la diplomática estadounidense de mayor rango en Honduras, pidió a la población que mantuvieran la calma. Esto le vino bien a Hernández, quien declaró un estado de emergencia e impuso ley marcial, con lo que aseguraba un margen amplio de maniobra para utilizar a las fuerzas de seguridad hondureña, entrenadas en Estados Unidos, para reprimir a la oposición.

Con la ayuda de Corrales y de Keybridge Communications —un despacho de relaciones públicas con sede en Washington—, Hernández culpó a la oposición de la violencia derivada de las protestas, pese a que las fuerzas de seguridad dispararon balas y mataron a más de una docena de personas que se manifestaban pacíficamente.

Sin duda, las protestas fueron lo suficientemente pacíficas como para inspirar el rechazo a la violencia de algunos de los miembros del aparato de seguridad. Ese es el caso de algunos miembros de un grupo de seguridad de élite conocido como los Cobras que se rehusaron a reprimir protestas y al final se unieron a las manifestaciones. El presidente Hernández y Julián Pacheco, su secretario de Seguridad, quien supuestamente tiene vínculos con el narcotráfico, inmediatamente despidieron a quienes se rebelaron y al resto le subieron el sueldo. Ahora están reprimiendo a los hondureños.

El 28 de noviembre, dos días después de que la incertidumbre se apoderara de la elección, el Departamento de Estado de Estados Unidos certificó el progreso de Honduras en la protección de los derechos humanos y el combate a la corrupción. Esto permitió que se expidieran millones de dólares en ayuda oficial estadounidense para el gobierno del presidente Hernández. Una vez más se alzaron los reclamos de algunos miembros del Congreso de ese país, quienes advertían al Departamento de Estado que parecía la entrega de un cheque en blanco a Hernández.

Desde entonces, Fulton ha ayudado a Hernández al acompañar a David Matamoros, el presidente del Tribunal Supremo Electoral y confidente de Hernández, a una de las instalaciones del tribunal. Con ese acto parece legitimar un proceso electoral plagado de problemas que demoró el resultado tres semanas hasta el domingo pasado, cuando se anunció lo inevitable: la victoria de Hernández.

Lo importante de esta historia no son las maquinaciones empleadas por el presidente Hernández y sus secuaces en esta elección. No, es la aceptación de estas maquinaciones por parte del Departamento de Estado y la embajada estadounidenses al permitir que Hernández se mantenga en el poder.

Este es el régimen tiránico que mató a mi tía porque defendía los derechos de los hondureños, entre los que se incluye uno fundamental que nosotros, en Estados Unidos, disfrutamos: el derecho a elegir a nuestros líderes y a hacerlos responsables de sus actos.

Eso es lo que los ciudadanos que votaron en Honduras intentaron hacer el 26 de noviembre. Votaron y rechazaron a Hernández, a sus aliados y a casi 80 años de destructivas políticas estadounidenses: las políticas que arman y entrenan a las fuerzas de seguridad hondureñas que cometen las violaciones a los derechos humanos en contra de su propia gente; la política que acepta las estadísticas adulteradas del crimen para permitir que Honduras reciba asistencia estadounidense y que permite que los líderes corruptos se enriquezcan.

El gobierno de Donald Trump se ha enfocado en impedir que los refugiados centroamericanos sean inmigrantes en Estados Unidos. De hecho, un estudio reciente de Pew Research reveló que el número de hondureños que huyen de su país hacia el norte crece cada año. Así que los estadounidenses debemos preguntarnos: ¿no ha llegado la hora de dejar de respaldar a dictadores como Juan Orlando Hernández?

Es evidente que su mala gestión es de lo que huyen los hondureños. Sí, los dictadores son hijos de puta por definición. Pero cualquier presidente que crea que este es “nuestro” es un necio.